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Fausta y las consecuencias de la violencia en La Teta Asustada

La producción cinematográfica en el Perú, como en muchos países de Latinoamérica, ha estado mayoritariamente firmada por directores varones. Los nombres femeninos prácticamente parecían inexistentes. Por ese motivo, cuando la cineasta peruana Claudia Llosa ganó el Oso de Oro del Festival de Cine de Berlín en 2009, marcó un hito en la historia del cine peruano. Se trataba del primer premio de relevancia internacional que alcanzara una película peruana (La teta asustada, título de la película con la que Llosa logró esta distinción) y se trataba, además, del primer nombre femenino que resaltara de esa manera en la cinematografía del Perú. Este éxito continuó cuando La teta asustada fue nominada como mejor película extranjera en los premios Oscar del 2010 (Salazar 2013: 9). A pesar de todos los éxitos mencionados, el estreno de la película en el extranjero y en el Perú provocó un debate interesante y relativamente agrio en los medios de comunicación tradicionales y en la blogosfera. El motivo de desacuerdo más frecuente ha sido la representación del sujeto indígena en el contexto peruano de principios del siglo XXI. Este desacuerdo particular se agrega a décadas de debate sobre la posibilidad ética de representación cinematográfica del subalterno en general, y del femenino en particular, en el contexto latinoamericano.

En lo sociopolítico, el contexto cultural e histórico de la película es heredero del conflicto civil y del controvertido proceso oficial de reconciliación peruana. No es el primer largometraje peruano que presenta el tema del conflicto interno armado; no obstante, es la primera película que trata el tema desde la perspectiva de una mujer de la sierra que no ha vivido directamente el conflicto, sin embargo lo siente y recuerda a través de su dolor físico y sicológico. El que la directora y heroína sean mujeres, así como el persistente enfoque en el cuerpo femenino que está presente en el título mismo de la cinta, invita asimismo un examen desde la perspectiva de los estudios de género.

La película tiene como personaje protagonista a la joven quechua Fausta, quien vive con la familia de su tío en las zonas marginales de Lima (pueblos jóvenes). Fausta es un personaje que puede ser entendido como una alegoría de la condición indígena en el Perú. La idea de que puedes ser violada, violentada, despojada, sin que pase mayor cosa, y que los culpables sigan adelante con sus vidas como si no hubieran destruido la vida y los sueños de otros, equivalentes a ellos. Es lo que Fausta piensa que le ha tocado vivir.

Por otro lado, Fausta padece “la teta asustada”, término recogido originalmente en los estudios de antropología médica de Kimberly Theidon[1]. Según sus estudios, la creencia entre la comunidad indígena quechua es que la enfermedad se transmite por la leche materna. Se da en hijos de mujeres que sufrieron violación o abuso durante el conflicto civil entre las Fuerzas Armadas y el grupo revolucionario Sendero Luminoso. Los infectados supuestamente nacen sin alma a causa del “susto” de sus madres, y son víctimas de un terror recurrente que los aleja de sus familias y conocidos.

En la primera escena, Perpetua, madre de Fausta, canta una canción en quechua donde explica cómo fue violada. Según Mantilla (2007: 231) en el conflicto armado, las peruanas se vieron entre dos fuegos: por un lado, los agentes del Estado las sometieron a vejámenes y violencia sexual durante las incursiones, detenciones, interrogatorios, búsqueda de familiares, etc. Del otro, los integrantes de los grupos subversivos ejercieron violencia sexual contra ellas, en algunos casos por órdenes superiores y en otros, como una expresión más del abuso de poder. Cabe mencionar que muchas de estas mujeres se quedaron embarazadas a consecuencia de esta violencia, debiendo asumir la crianza de sus niños, la mayoría de los cuales no fueron reconocidos. También encontramos a las mujeres que fueron forzadas a abortar y/o fueron sometidas a violencia estando embarazadas. A esta situación debe añadirse que las afectadas no necesariamente hablan de lo que les sucedió, por vergüenza, culpa, temor a verse estigmatizadas, o porque simplemente no reconocen que lo sucedido implique una violación a sus derechos humanos. Por ello, la impunidad en este caso de violencia sexual contra las mujeres (violación de derechos humanos) se incrementa. En líneas generales, así como lo apunta Mantilla (2007: 232), en el Perú, la violencia sexual sobre las mujeres fue el reflejo de una situación general de desigualdad e inequidad que les afecta de manera cotidiana. Esta situación se mantuvo y agudizó durante el conflicto armado, cuando el agresor dejó de ser un varón cualquiera para asumir el rol de alguno de los actores armados.

El dolor, sufrimiento, tristeza y trauma no desaparecen con la muerte de Perpetua, parecen acompañar a Fausta en cada momento durante la película, hasta que logra enterrar el cuerpo de su madre. Fausta tiene miedo y no puede salir a la calle sin que alguien la acompañe. Es bastante tímida, mantiene una significante distancia con cada uno de los miembros de la familia y mucho más con los extraños (sobre todo hombres). Parece tener una relación cercana solo con su madre. La madre violada, en pleno embarazo, da la idea de haber estado esperando el momento de morir, que es cuando comienza el guion; y la hija parece más bien no haber podido abandonar el útero materno, lo que se traduce en la dificultad para separarse de la madre y enterrarla, y también en la forma como se aferra a la papa protectora que lleva en la vagina. El mito de la teta asustada no es sino una racionalización de su tragedia.

En La teta asustada, Llosa decide dar prioridad al testimonio de dos víctimas y obliga al espectador a enfrentarse al horror de los años del conflicto. También dota de valor a la tradición oral andina, en parte definida por testimonios hablados y cantados del pasado, a través de los cantos de Fausta y su madre. Así como apunta Lillo (2011: 433), dado que la película empieza con una pantalla negra y se queda sin imágenes durante más de dos minutos, el espectador debe prestar atención primero a la voz de una mujer y su testimonio cantado en quechua.

Además, con el objetivo de ganar dinero para el viaje y enterrar a Perpetua en su pueblo, Fausta acepta un trabajo como empleada en casa de una pianista: Aída. Gracias a esta sub-trama entramos a una esfera de “colonizador” y “colonizado”. Como si retrocediéramos en el tiempo, la señora Aída es la mujer blanca, dueña de casa, quien manda y ordena, mientras que Fausta es la muchacha de la sierra, sumisa, ingenua, ignorante, sin educación, quien sigue las órdenes de su patrona. Un estereotipo también muy recurrente para demostrar la indiferencia, discriminación y racismo que existe en el país. La marcada distancia que existe entre ambas mujeres es un concepto que veremos a lo largo de la película. Simbolizado por la distancia que existe entre la cocina (donde debe estar Fausta, aquel es su territorio) y la habitación de Aída. A pesar de que Fausta se presenta con su nombre completo, Aída no logra llamar a Fausta por su nombre, le dice: Isidra, siendo el segundo nombre de Fausta: Isidora. Se presenta así, una sub-trama en la que la pianista se apropia de la riqueza cultural indígena que Fausta representa con sus canciones. El uso de los motivos de las perlas, así como la utilización del travelling, los planos de las miradas, y los espacios en la puesta en escena, alude sin sutilezas a la historia colonial y postcolonial de expropiación y engaño.

Por otro lado, Fausta entabla una única relación verdaderamente cercana a lo largo de la cinta, con Noé (el jardinero). Parece haber un buen entendimiento entre ellos, hablan quechua y Fausta parece no tenerle miedo. Es una relación entre marital y paterna, sigue patrones marcadamente tradicionales en cuanto a las relaciones entre los sexos y la construcción del género. No olvidemos que durante la película, Fausta tiene insertada la papa en su cuerpo, en algunas escenas vemos cómo ella se va cortando las raíces que van creciendo. En palabras de Tapia (2013: 60), el motivo de la papa, aunque prometedor desde el punto de vista simbólico, se disuelve en simplificaciones de tipo étnico-cultural y sexual-genérico. La conexión entre Fausta, la papa y la madre tierra, no consigue superar ciertos criterios clichés conservadores en su construcción de la identidad indígena y femenina. El potencial perturbador que tiene el gesto de resistencia radical de taponar el cuerpo con la papa queda anulado por la petición de ayuda de Fausta al jardinero para que se la saque, y de esta manera la salve.

Noé es el primer personaje que muestra un interés activo, verdadero, cotidiano y positivo hacia la cultura andina, demostrando que su cosmovisión se funda, en gran parte, en la índole complementaria de los géneros, y también en la correspondencia entre los seres humanos y la naturaleza. El jardinero recuerda a Fausta la importancia de sostener esas conexiones para mantener el equilibrio del universo y de su mundo. Al iniciar siempre la conversación con ella en su idioma nativo, Noé es el que ayuda a Fausta a reanudar con sus raíces y relacionarlas a los espacios de la capital. Al hablar en quechua queda demostrado que no es restringido al estado subordinado que ocupan como criados de Aída. Al reflejar las flores las emociones de los seres humanos, Noé las usa para interpretar el estado de la protagonista. Mientras al principio Fausta siempre agarra margaritas - lo que según él significa que necesita consuelo - más adelante ella espera la llegada del jardinero con una enorme flor de hibisco roja - el color de la pasión - saliendo de su boca. Este cambio alude al florecimiento de la feminidad de Fausta: en vez de tenerle miedo, llega a anhelar alguna coquetería, aunque nunca llega a mostrársela. Su evolución es también radical en cuanto a su percepción de la papa: el tubérculo vuelve a ser, para ella, una fuente de orgullo.

La escena final, el regalo que le deja Noé en la puerta de su casa, una flor de papa como símbolo de una nueva vida, de una fertilidad, de una nueva mujer que ahora ya vive, ya respira. Provista de una recobrada creencia en sus raíces y el descubrimiento de sus propias fuerzas, Fausta ya no es una víctima y por eso no pudo aceptar el abuso de Aída cuando ésa le niega no solamente el reconocimiento de su contribución sino las perlas ganadas. Su transformación le permitió defender su cultura mientras se apropiaba de la limeña. Fausta se rebela contra la opresión económica y social que se basa en la desvalorización de su cultura y de su persona. Lillo (2011: 443) concluye que “el filme nos sitúa de esta manera ante una acción que tiende a la autonomización y empoderamiento (empowerment) del subalterno frente a una relación de dominación y de instrumentalización económica y cultural”. Sin embargo, el gesto final de Fausta es incompleto. Si bien es cierto que recobra lo justamente debido económicamente, no es reconocida culturalmente. El público limeño sigue creyendo que la composición de Aída es suya; no conocen la fuente verdadera de su inspiración. El robo cultural no es castigado al final de la película, y Fausta no tiene manera de denunciarlo.

Además, la película es un grito de dolor, y un llamado a no olvidar los errores del pasado, a no vivir de espaldas al “mar”, a enfrentar los problemas y consecuencias de la historia de un país, tal y como lo hace Fausta al mostrarle a su madre el océano pacífico.

[1] Véase el trabajo de Kimberly Theidon en las siguientes páginas: http://www.fas.harvard.edu/~anthro/theidon/, http://archivo.iep.pe/textos/DDT/entreprojimos.pdf, fecha de consulta: [7.01.2017].

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