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Ojo de madre que todo lo ve


Soy hija de una mujer viuda, estricta y viuda; y ‘viudamente’ estricta, pues -que yo sepa-luego de la muerte de mi joven padre nunca se volvió a emparejar. “Tu padre fue demasiado bueno como para buscar a nadie más”, me dijo un día cuando yo la animaba a reencontrar la felicidad y no insistí más.

Mi madre es una mujer que con los años ha ido rejuveneciendo, a ella la criaron vieja, responsable, seria. Comenzó a trabajar cuando aún era una jovencita. Corte y confección estudió, no había para más en una casa en la que sólo trabajaba mi abuelo y había que mantener 7 hijos.

Cuando mi madre se casó lo hizo virgen, mi padre también y antes de concretar la luna de miel se pasó 4 noches en el bar del hotel bebiendo -lo que no había bebido en su vida- para coger valor. A la quinta noche mi madre no lo dejó salir de la habitación y tuvieron que enfrentar “el problema”. Así me lo contó mi padre, mi madre tal vez lo negaría.

Mi madre, obviamente, quería para su única hija lo que ella siempre creyó que era lo correcto, que llegase -como ella- virgen al altar, y así me lo inculcó desde pequeña. “Una se casa de blanco porque el blanco es pureza y si tienes un novio te tiene que respetar, porque si te usa, luego te dejará tirada porque no te querrá para esposa”.

Y para asegurarse de que cumpliría su consigna, la de llegar virgen a un altar cualquiera, me asustaba: “Una madre sabe cuando su hija deja de ser virgen, se le nota en la mirada, porque deja de tener una mirada inocente, pierde luz. La mirada de una mujer es diferente a la de una niña”.

A los 17 años ingresé a la universidad y en un juego tuve que dar como prenda un beso, yo no sabía besar, nunca lo había hecho, esa fue la primera virginidad perdida. Luego me eché un novio hippie, conflictuado con su infancia, su adolescencia y su adultez, porque me llevaba unos años, y mi madre cual leona me defendió del ‘pecado’.

Y aunque yo ya tenía 22 años, intentó separarme del greñudo por todos los medios . Unos brujos le dijeron que el hippie me había dado algo, así que mi madre los contrató para ‘limpiar’ la casa. Un spray encontraron: “Esto es lo que le ha dado”, le dijeron; apretaron y el llanto corrió, era mi spray de pimienta para defensa personal.

Mi madre también recurrió a la ciencia. Me llevó a dos psicólogos que me hacían dibujar y ver figuras para ver cómo estaba de perturbada, finalmente le dijeron que estaba cuerda y que no había tratamiento para lo que tenía: juventud. Un día cansada de tanta presión materna y de tanta desconfianza llamé al hippie y le dije: “es hoy”.

Fue una tarde de lunes, o martes, no hacía mucho frío, nunca lo hace en Lima -después de pasar inviernos en Europa lo sé- yo tenía miedo, pero también curiosidad y ganas de experimentar aquello que mi madre tanto me prohibía, y por lo que casi todas mis amigas ya habían pasado o confesaban haberlo hecho para no quedar mal.

Dolió, sí, pero fue una experiencia bonita y cuando bajé de la nube recordé a mi madre y lo de la mirada. Volví a casa con el susto entre pecho y espalda y a la hora de la cena, a la mesa, estábamos sólo mi madre y yo. Ella y yo. Yo y ella. Ella hablaba de lo que había hecho por la tarde y yo le contestaba, pero no la miraba.

Y llegó el desayuno y desayunamos y yo no la miraba, la vista siempre en el plato y la concentración en ristre, no podía levantar la cara, ella vería que ya no era ‘inocente’. Mis ojos ya no tendrían la luz de la virginidad, ya no podría casarme de blanco -pero eso no me importaba- lo único fundamental era no mirarla, porque si no, ella lo sabría.

Veintidós años, sin virginidad y mi madre se equivocaba, mi inocencia seguía intacta. Me pasé varios desayunos, almuerzos, cenas y conversaciones sin mirarla a los ojos, hasta que un día mi concentración se relajó y sin pensarlo, nuestras miradas se cruzaron y ella no vió nada, ni luz perdida, ni mirada de mujer ‘pecadora’, ni nada de nada.

Le clavé los ojos, la miré por dentro, le ví el estómago y las tripas y ella no vió que yo ya no era virgen. Y la seguí mirando, le hablaba y le buscaba los ojos, la desafiaba, pero ella sólo me veía a mi, a su alborotada hija de siempre, a la que la volvía loca con su forma de ser y le pedía abrazos a toda hora, tal y como hace mi hija ahora.

En adelante hice mi vida como me convino, aprendí a cuidarme con la información que encontraba en libros y guías sexuales, sólo me asusté una vez por un retraso. Una tía me dió un té de aspirinas machacadas que luego confesó era un ‘placebo’ para que me relajara y dejara que la naturaleza hiciera su trabajo mensual. Y así fue.

A mi madre la criaron con rigor, nunca tuvo las cosas fáciles. De joven la sufrí, ahora sé que se moría de miedo, estaba sola y quería hacer de mí una persona buena y ‘decente’. Ya no la juzgo, sólo lamento que no me haya podido guiar y acompañar en hacerme mujer, pero le agradezco los sacrificios para hacer de mi quien soy.

Feliz día mamá.

Este artículo también fue publicado en el blog de Leonor, el 13.05.2017, Historias Nada Corrientes.

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