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Salir del clóset de la violencia


Veo el documental Audrie & Daisy con Camila, mi hija. La historia de dos adolescentes de 14 años que fueron violadas por sus compañeros de colegio y por amigos de su hermano, respectivamente. Una de ellas se suicida por la violencia que se desata en su colegio y las redes sociales, la otra tiene que mudarse luego de que sus violadores fueran liberados sin cargos, por ser “chicos respetables” y con influencias. Veo a Camila de vez en cuando mientras miramos juntas las escenas, las entrevistas, las conclusiones. La miro a los ojos para ver si encuentro algún signo de secreto, algún pedido de ayuda silencioso, algo que me confirme que ella no tiene problemas, que nada le está haciendo daño. Tiene 13 años. Pienso en mí, ¿qué hacía a esa edad?, ¿qué había vivido ya a esa edad? Entre las tantas cosas que han marcado mi vida, hay dos que viví antes de cumplir 13.

Yo vivía en una quinta en una casa alquilada con mis padres y mis hermanos. Todos los vecinos nos conocíamos porque prácticamente la vida ahí era una convivencia con múltiples personas. Un día, mi vecino, Aparicio, me tomó de la mano y me llevó a su casa, en el segundo piso de la quinta, se sentó encima de su cama, me sentó encima de sus piernas y empezó a frotarse conmigo. Cuando sentí que empezaba a bajarme el short, me paré y salí corriendo. No sé bien qué me hizo reaccionar, ni siquiera entendía bien que yo estaba en peligro, pero sí sentía miedo, extrañeza, el cuarto estaba oscuro, todo me decía que algo estaba mal, pero no entendía bien la relación con lo sexual, ni siquiera cuando él, en paralelo a bajarme el short se bajaba el pantalón. Tenía 6 años y hasta ese momento la única interacción que había visto entre hombres y mujeres eran besos y abrazos, desconocía todo lo demás, y de pronto, en menos de 5 minutos, había recibido mi primera clase de educación sexual: “los hombres pueden hacerte daño”.

Con miedo, regresé a mi casa y me encerré en mi cuarto. Esa noche no dormí; primero, intentaba analizar qué había sucedido; segundo, intentaba planear cómo escapar de otra situación parecida con mi vecino. Solo nos separaban unos metros, lo veía todos los días, mis padres no desconfiaban de él, su hermana era mi niñera de vez en cuando. Lo podía ver todos los días llegando del colegio y su mirada me daba terror y asco. Me encerraba en mi cuarto y pensaba y pensaba cómo salir de mi casa sin sentirme aterrorizada. Ni siquiera se me cruzó por la mente decírselo a mis padres, pensaba que de alguna forma yo había permitido que sucediera lo que había sucedido, que me culparían a mí, que todo podía ser peor, me daba vergüenza tener que relatar los detalles, ¿y si me decían que mentía?, no confiaba en nadie, solo quería estar en silencio y desaparecer. Todas las noches rezaba intensamente para que pasara algo que me librara de ese miedo. Y sucedió, a los meses nos mudamos y nunca más lo volví a ver, dejé de tener miedo, pero me encerré más en mí misma, me hice más tímida e introvertida de lo que era, más silenciosa y pegada a los libros. Hasta ahora, me dan ganas de volver y matarlo, y no puedo evitar sentir culpa de no haber dicho nada y que le pudiera haber hecho daño a otra niña. No solo vivo con el recuerdo de su violencia, sino con la responsabilidad de no haber hecho nada para que no se lo volviera a hacer a otra niña.

A los 10 años, mi tío volvió a mi casa después de mucho tiempo de ausencia. Era un hombre joven, apuesto, cuidadoso de su apariencia y alegre. El hermano menor de mi madre. Un buen tipo. Llegó y compró un televisor, así que nosotros estábamos todo el tiempo en su cuarto viendo tele. Teníamos confianza, él era cariñoso y buena gente, y yo, a pesar de mi timidez, era cariñosa con él. Un día entré a su cuarto a ver tele, él estaba en su cama recostado, me acerqué a saludarlo con un beso en la mejilla, él volteó el rostro y me besó en la boca, largo rato, podía sentir sus labios, su lengua y su aliento a licor, mientras sentía también cómo mi corazón se desbocaba. Cuando terminó de besarme se dio la vuelta y se durmió. Yo me quedé sentada en la silla al lado de su cama intentando pensar nuevamente qué había sucedido, si realmente había pasado lo que había pasado o si era una invención mía, un mal sueño, una alucinación, desconfiando de mí misma y de lo que había pasado. Estaba ahí sentada con mis piernas que no funcionaban para moverse y salir corriendo, habré estado así media hora hasta que por fin pude pararme e irme a mi cuarto.

Nuevamente volvió el miedo y nuevamente no cruzó por mi mente decírselo a mis padres, no confiaba en que ellos pudieran hacer algo por mí, mi tío aportaba económicamente a la casa, mis hermanos y primos lo querían, tal vez yo tenía la culpa otra vez, mil cosas pasaban por mi cabeza. En esos tiempos ya no rezaba, con el tiempo había dejado de creer en dios, pero sí creía en que mi deseo tan grande de que él desapareciera podía funcionar, así que todos los días le restaba horas a mi sueño para desear profundamente que se muera, creía que algún tipo de fuerza mental mía podría desaparecerlo. Un mes después lo mataron de un par de balazos. Mi segunda lección de educación sexual fue: "Tu familia puede hacerte daño".

No tengo forma de probar ninguna de las cosas que cuento, como millones de niñas no tienen forma de probar los tocamientos indebidos, los abrazos fuertes, los besos pegajosos, las metidas de mano, los insultos y las obscenidades que nos lanzan por las calles. En épocas de redes sociales y pantallazos, hay más posibilidades de detectar cuando alguien está abusando de su poder para ganar algo que solo lo va a beneficiar a él, tenemos años de experiencia para saber cuándo alguien se acerca con una intención sexual, y aunque seguimos dudando de nuestras emociones, el conversar y conocer las vivencias de otras mujeres nos ayuda a detectar nuevamente eso que hemos naturalizado, que creemos normal, que es parte de la vida cotidiana.

Vuelvo a mirar los ojos de Camila. Hace un par de comentarios indignados mientras vemos juntas el documental. Luego me sonríe con inocencia, relajadamente. Me pregunto cómo salvarla del peligro, de la violencia, de todo lo que pudiera hacerle daño, cómo hacer para que abra su corazón conmigo cuando yo lo cerré todo el tiempo con mis padres. No lo sé, tal vez hago lo que mis padres no hicieron conmigo, le digo todo el tiempo que la quiero, que me diga, que me escriba o que me llame si le pasa algo, cualquier cosa, le cuento mi vida, mis alegrías y mis tristezas, le abro mi corazón. Le abro mi corazón para que ella me abra el suyo, y para que encuentre en mi amor la posibilidad de sobrevivir a la violencia que tal vez inevitablemente viva.

En el documental vemos que las chicas sobrevivientes se hacen un tatuaje de punto y coma. Camila me cuenta que se lo hacen las chicas que han dejado de autolesionarse, de cortarse o de intentar suicidarse. Yo ni idea, pero ella ya lo sabía. Significa que la vida continúa luego de lo que nos hace daño, y que nos toca escribirla a nosotras, y escribirla de otra forma, la violencia no es nuestro punto final, por eso el punto y coma es un símbolo de esperanza, de que la vida sigue y no tiene que ser tan mala como hasta ahora estaba siendo.

Ayer también, en la mañana, una poeta a la que admiro vino a hacerme una entrevista, está haciendo un documental sobre la violencia de género. Me pregunta qué se ha hecho hasta ahora desde el Estado luego de la marcha de Ni una menos, mientras seguimos viendo las mismas violencias, los feminicidios que no se acaban, las nuevas violaciones sexuales que entran a convertirse en una cifra más de las frías estadísticas. Le digo lo que han hecho el Ministerio del Interior y el Ministerio de la Mujer, medidas paliativas que buscan sancionar a los agresores y proteger a las víctimas. Paliativo no puede estar mejor dicho: “Que sirve para atenuar o suavizar los efectos de una cosa negativa, como un dolor, un sufrimiento o un castigo”.

Le añado que no vamos a acabar con la violencia si el Ministerio de Cultura y el Ministerio de Educación no intervienen, y para que intervengan se necesita solo una cosa: voluntad política. Se necesita que el Ministerio de Cultura haga una campaña nacional masiva contra la violencia de género sin tiempo límite y se necesita que el Ministerio de Educación incorpore la violencia de género en universidades, institutos y colegios como un curso obligatorio. Se necesita que el Estado ponga todo el dinero necesario para que estos dos ministerios hagan posible esto, y se necesita que la Iglesia Católica no se meta más en nuestra educación para poder implementar de una vez la Educación Sexual Integral. Se necesita educar a niñas y niños con la conciencia clara de que la violencia nos hace daño a todos, pero sobre todo a las niñas, y todos los niños tienen que estar conscientes de esta realidad para cambiarla, para no repetirla, para dejar de perpetuarla. Se necesita una educación que libere a las mujeres de la violencia, les dé referentes de valentía en los cuales mirarse y les genere herramientas externas e internas para luchar contra todo lo que van a tener que enfrentar mientras crezcan. Se puede, solo se necesita voluntad política, poner la plata y alejar a la iglesia.

Pero mientras no se haga, nos queda a nosotras abrirles nuestro corazón a nuestras hijas, a nuestras hermanas, a nuestras compañeras y a todas las mujeres, para que abran su corazón con nosotras, y entre todas, seguir sobreviviendo.

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