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Tin,tin, chin,chin, crac,crac,crac


Nació tan linda que daba pena. La familia creía que los recién nacidos mientras más feos mejor, bebé que nace lindo, adulto feo es. Por amor, por la fuerza de la sangre y hasta por lástima previendo una adulta feísima, fue una bebé muy amada y muy cuidada. Contra todo pronóstico fue creciendo y siguió linda, lindísima, toda regla tiene su excepción. Vivían en una ciudad pequeña y el rumor de que era la bebé más linda del mundo se esparció. Su belleza funcionó como un imán, todos querían cargarla, estar cerca de ella, observarla, qué ojos tan bonitos, mira la forma y el color tan raro que tienen, mira su naricita tiene un pompón en la punta, mira su boquita. Era fácil amar a una criatura tan hermosa, querer protegerla de todo mal era la reacción natural a su presencia. Y así debió ser siempre pero no lo fue, su alma tuvo muy poco tiempo para empaparse de la seguridad que da el amor. Tenía muy pocos años cuando la mandaron interna a un colegio de monjas en una ciudad de la sierra. No lo hicieron por maldad, esa era la costumbre en esos tiempos.

Frío. Nieve. Hielo. En el internado todo era así, no sólo el edificio y el clima de la ciudad sino la actitud de las otras niñas. El contraste entre ese ambiente y su familia fue un golpe brutal para un ser tan pequeño, el frio la atravesó y se quedó en ella. Los primeros meses sufrió mucho, más que la crueldad de sus compañeras lo que la torturaba era la incógnita ¿qué he hecho para que sean tan malas conmigo? No tenía edad para comprender que se trataba de su belleza despertando celos y miedo. Le dolió tanto, pero tanto, que después de mucho llorar y preguntárselo mil veces sin conseguir respuesta se dio cuenta de que la mejor herramienta contra ese dolor era dejar de sentir. Con los años fue perfeccionando el arte del desinterés y cuando terminó el colegio era una maestra de la indiferencia. Sus alegrías y sus tristezas eran tan breves y superficiales que no dejaban marcas.

Llegó el momento de regresar a la casa de su familia y tuvo una brevísima esperanza: en mi casa me aman, ahí seguro que volveré a sentir. Pero tantos años lejos y tanto frío acumulado hicieron que al llegar se sintiera una extraña, todo era diferente…su papá había muerto, los hermanos que le seguían en edad eran hombres y por lo tanto extraterrestres y sus hermanitas eran tan chiquitas que no le interesaban en lo absoluto. Trató de aferrarse a su mamá y a sus tías pero la dejadez se había vuelto parte de sí misma. Lo único claramente positivo de su regreso fue que su belleza volvió a ser una virtud. En ese tiempo las mujeres no estudiaban una carrera ni trabajaban a no ser que hubiera necesidad absoluta y como no era su caso se dedicó a ser linda nada más. El matriarcado en el que se había convertido su familia notó el cambio en ella y trató de calentarle el alma de mil formas, con sopas y chocolate caliente, con dulces y canciones, con cuentos y telas para vestidos nuevos, sus hermanitas la abrazaban fuerte tratando de descongelar lo que fuera que se le hubiera congelado adentro y que la hacía tan distante. De verdad la querían mucho y les hubiera dado lo mismo que fuera fea, pero no lo era y nuevamente su belleza fue el rumor en la ciudad. Todo el mundo supo que la bella estaba de vuelta.

La nombraron reina de la ciudad sin concurso, ninguna hubiera podido competir contra ella. Aparecieron los pretendientes. Uno de ellos la miró y siguió mirándola. No era ni el más guapo ni el mejor y a ella le pareció un atrevido por observarla tan abiertamente pero le devolvió la mirada, interesada por primera vez en muchos años… ¿qué tiene esa mirada que me gusta tanto? Hasta que lo sintió… su alma estaba derritiéndose. Se enamoró de esos ojos y de lo que le hicieron sentir. Renació su esperanza y pensó que ellos iban a ser su ancla al mundo y con su mirada su alma perdió el frío y por fin volvió a sentir. Sintió dicha y sintió a la vida. Se comprometieron. Ella sentía tanto y tan intensamente que creía que en cualquier momento se elevaría y flotaría de tan feliz. Estaba viva de nuevo. Hasta que el novio hizo algo que algunos hombres saben hacer: fue burro. ‘Quiero que mi mamá te enseñe a cocinar’. A lo mejor no era un pedido tan anormal en esos tiempos, pero ella sintió que no era una petición sino una orden, un aviso de cómo sería su vida al lado del dueño de esos ojos. Quizás el hecho de estar estrenando sentimientos los hacía más intensos y así como la felicidad la hizo flotar, el enojo la hizo estallar. Lo mandó al carajo.

Parecía que sería una pelea sin importancia hasta que uno de los dos cediera, pero el aficionado-a-la-comida-de-su-mamá se consiguió otra enamorada. Y en esos días un oficial muy guapo de la Fuerza Aérea pasó por la ciudad. Una mañana caminando en el centro vio a la bella furiosa, sintió el golpe y se autodeclaró caído en amores, ya había sido herido antes en las guerrillas de esos tiempos y supo que de balas se podía recuperar pero de esa mujer no. A la bella le pareció además de guapo muy oportuno y aceptó sus atenciones sólo para demostrarle al pedigüeño que podía vivir sin él. Y así jugaron con fuego. El antojadizo porfiaba con la enamorada, la linda porfiaba con su oficial. El militar ni cuenta se daba de nada, se creía el más afortunado del mundo y como tenía propensión a la idiotez, ésta se le manifestó en todo su esplendor: le propuso matrimonio muerto de miedo, aterrado ante su propia osadía, ¿cómo una diosa como ésta podría aceptar ser la mujer de un militar, con lo poco que gano y la vida de gitano que llevo? La bella quedó atónita con la propuesta.

Y así, atónita andaba cuando el rumor del casorio llegó al devoto-de-la-comida-de-su-casa. Burro de nuevo, por no ser menos pidió la mano de la enamorada que aceptó en el acto y solita pidió que su futura suegra le enseñara a cocinar. La noticia de ese compromiso llegó a la bella antes de que la futura cocinera quemara sus primeros huevos. Dolió. Dolió. Dolió. Aterrizó y se partió. ¿En qué momento perdí los ojos que me despertaron? ¿De dónde aparecieron estos extraños entre nosotros? Sintió que su vida se torcía nuevamente, que no era dueña de su destino, que no iba a poder vivir sin los ojos que derritieron su alma, volvió la certeza de que sentir era una pésima idea y mientras se revolcaba en su cama con gritos silenciosos anudándose en su garganta clamó por el hielo de su niñez para adormecer su alma.

La novia más hermosa y el teniente más atolondrado salieron del brazo de la iglesia. Los ojos del oficial le decían a mi lado serás feliz reina del universo. Helada y linda ella sonreía y agradecía a los invitados. Empezaron su vida juntos sin haber hablado nunca de cosas prácticas, el teniente, que había oído el chisme sobre el novio anterior a él, temía que al mencionar palabras como comida, casa, rutina, orden, su bella se desvaneciera como el encanto que él creía que era. Cuando llegó a almorzar el primer día después de la luna de miel se dio con una mesa lindamente puesta con cubiertos de plata y flores, su almuerzo encima del plato: una caja de bombones de chocolate. Pensó que era una broma, pero no lo era, la bella sentada frente a él abría su propia caja ‘¿No te parece una maravilla ser adultos y poder disponer nuestro menú?’ ‘Mañana el almuerzo será sandía, creo que la mitad para cada uno será suficiente’. Él mismo fue a contratar una cocinera y una empleada para que atendieran la casa. También fue a hablar con su suegra. ‘Por favor haz que entienda que los chocolates no son almuerzo’.

Él estaba tan convencido de amarla que seguramente esa convicción les alcanzó para llevar un matrimonio armonioso los primeros años. Ella era hermosa y aunque fría, se dejaba querer. Lo consideraba un hombre atento y caballeroso. Él estaba agradecido de ser su esposo y ella agradecía que él no pudiera descongelar su alma, helada estaba a salvo. Con el tiempo y los hijos ella aprendió a llevar una casa y un buen día se dio cuenta de que hacía meses que sabía cocinar y no le disgustaba hacerlo. Ni por un momento se arrepintió de haber expulsado de su vida al dueño de los ojos que amó, su corazón a salvo y helado lo calificó de traidor y cobarde por permitir que una tontería los separara. Su alma gélida le permitió sobrevivir sin añorar la vida, las emociones, los besos sentidos, la felicidad. Tanto lo borró de su recuerdo que cuando le llegó la noticia de su muerte, miles de años después, no lo sintió por él sino por su viuda.

Fue en el tiempo en que la bella iba volviéndose una cocinera experta cuando al militar se le acabó la certeza de estar enamorado de ella. Su frialdad se hizo más evidente que su belleza. Aterrado, se dio cuenta de que ella no lo amaba ni lo iba a amar jamás. Se sintió engañado a pesar de reconocer que ella nunca lo engañó. Intentó odiarla pero no pudo. Se sintió un farsante, lleno de inseguridades buscó definirse de alguna manera, el título de ‘esposo’ le parecía inexacto si no venía acompañado de amor. Pensó y pensó hasta que decidió que el único rol indiscutiblemente suyo era el de Proveedor. Y en realidad lo era, en su casa nunca faltó lo que siempre faltaba en otras casas de militares, él trabajó mucho para que así fuera. De tanto sentirse un farsante se volvió uno de verdad: se consiguió una amante. La bella lo supo inmediatamente aunque nadie se lo dijo. Cada uno se atrincheró en su posición: proveedor y ama de casa. El divorcio era un escándalo en esos tiempos, el farsante no tuvo hombría ni para soñar con uno y el corazón helado, que sí lo consideró sin miedos, no tuvo ganas de luchar. Él se sintió deshonesto e inmoral y tanto se desilusionó de sí mismo que nunca se obsequió el lujo de saberse feliz en la calidez de la mujer escondida que en verdad amó.

Así pasaron sus vidas la bella y el oficial. Siempre bajo la apariencia de hombre de familia correcto él llegó a Generalísimo. La muerte le desarmó el teatro que con tanto empeño armó: lo cogió en brazos de su amante y ya muerto no pudo esconderla. La mujer llamó por teléfono a la esposa, la esposa le dio el pésame, las gracias y mandó a sus hijos a recoger al muerto de la casa oculta y sólo entonces ellos se enteraron de su existencia. Cuando colgó el teléfono la bella oyó un CRAC. Esa noche en sus sueños pudo ver a su esposo sin el velo helado con el que siempre lo vio cuando estaba vivo y le pidió perdón por no haberlo amado y él hizo lo mismo por haber creído amarla. Tanto se perdonaron que se quisieron de verdad. Ella contó la conversación a sus hijos con la convicción de que había sido real. ¿Ahora que está muerto te habla, mamá? ¡Si los últimos años no se hablaban! ¿Muerto te cae mejor?

Durante el entierro la bella no pudo entender lo que decía el sacerdote porque el tin, tin, chin, chin, crac, crac, crac la ensordeció y le anegó los ojos. Arrancó un llanto con sollozos, hipo y atoros que se llevó todo el hielo de su alma para siempre y casi mata a sus hijos del susto. Lloró por su niñez solitaria y helada, por las niñas feas y malas, por haber temido tanto al dolor que optó por no sentir y al final siguió llorando por todo lo que se perdió. Y después de llorar volvió a vivir.

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