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A mis hijas yo no las parí


A veces creo que soy El Grinch. El Día de la Madre es complicado, no falta quien se enfoca en el regalo y los compromisos, puede ser casi tan estresante como navidad. Me parece genial que todos podamos, sin parecer locos, sonreír a las señoras con cara de buena gente que encontremos en la calle y hasta darles un buen abrazo si resulta oportuno. Es justo agradecer lo que seguramente es el amor absoluto: el amor de madre. ¿Pero cuál es el afán por las fechas específicas y los clichés? A la Santa Madre Abnegada, por ejemplo, no la conozco.

Las buenas madres que yo conozco son mujeres con virtudes y defectos que aman a sus hijos, y ese amor es seguramente lo mejor que hay en el mundo. De que puedes contar con ellas, puedes. Para ser extremista, si matas a alguien por ejemplo, tu mamá (y en algunos pocos casos, tu papá) será quien te ayude a deshacerte del muertito, aún a riesgo de ir presa por tu culpa, o de que el fantasmita venga a jalarle las patas a media noche. Las buenas madres de verdad, además de fregar la paciencia (si no te friega, eres recogido de hecho), tener excelente puntería, gritar como vendedor de tamales, opinar sobre casi todos los aspectos de tu vida, son leales y saben amar. He ahí su valor. Gracias a Dios existen. Pero siguen sin gustarme estas festividades, son tristes para aquellos cuyas madres ya partieron, y no sólo para ellos…hay madres cuyos hijos no salieron de su vientre.

‘Hay muchas formas de ser madre, hijita linda y querida’, me decía mi papi. Babalú llegó a mi vida después de que yo viviera varias operaciones en mis intentos por concebir. Entre operación y operación los médicos me sometían a exámenes (algunos absurda e innecesariamente dolorosos), estimulaciones hormonales (que te vuelven más loca de lo que ya eras por genética), inseminaciones, etcétera, etcétera, etcétera. Recuerdo clarito una vez, porque la camilla del consultorio me dejó perpleja: tenía una especie de eje, un rato estaba horizontal y al siguiente, luego de que los médicos introdujeran el líquido mágico que debía hacer crecer mi panza, estaba patas arriba. Ahí estaba yo, paralela a la pared, con la cabeza a quince centímetros del piso sintiéndome un poco ridícula, rezando: que mi guagua se aferre a mis entrañas Dios, haz que se aferre. Pero Dios sabía más que yo y Carolina y Felipe nunca se aferraron. Ese fue el tiempo del espanto, han pasado muchos años y sólo ahora puedo sacar ese dolor fuera de mí. Intentos fallidos, operación, intentos fallidos, operación, intentos fallidos, operación. Recuerdo despertar de la anestesia ya en el cuarto, las caras de mi mamá y mi hermano al pie de mi cama y mi pregunta a las enfermeras, siempre la misma: ¿Me dejaron el útero? Las enfermeras asintiendo. Los ojos de mi hermano llenos de lágrimas atravesándome el alma, el celular sonando desde Arequipa con mi hermana y mi papá preguntando por mí. Y Dios mandó a Babalú.

Una labrador rubia y hermosa de tres meses, grande, gorda y perfecta. Una persona buena me la regaló con la condición de poder verificar que ella estaba a salvo conmigo. Regresé del trabajo y encontré una cachorra de postal sentadita en la esquina de la cocina, asustada. La miré, me senté en el piso y estiré la mano para que me oliera, hola Babalú, yo soy tu mamá. Y lo fui, los once años que ella vivió en la tierra y sigo siéndolo ahora que ella lleva cinco en el cielo. El amor que me sobraba y que yo porfiaba en depositar en los inexistentes Carolina y Felipe fue acogido y multiplicado por Babalú. En ‘Del Cielo, Estrellas Parlantes, Mauricio y Pimienta’ expliqué que yo creo que las almas vienen en distintos envoltorios, sólo eso, pero alma es alma. Me hice responsable de su felicidad y creo que lo logré. Babalú encarnaba todo lo que uno atribuye al perro perfecto. Su mayor travesura de cachorra fue comerse la billetera llena de plata de su papá, ahora que lo pienso, bien hecho. Y claro, hizo muchos huecos en el jardín, a pesar de ser rubia auténtica, tenía vocación de perrito pobre: jugaba con piedritas. Cavaba hasta encontrarlas, se revolcaba con ellas en la boca, en ocasiones se tragó alguna y luego hizo pufi con piedra, para mi alivio. Ella amaba a su madre, al mar y a su pelota como aman los perros, con todita el alma. Babalú era tan limpia y bien portada que mi mamá no le tiraba bocados al piso, le parecía una falta de respeto, se los daba a la boca. Su nombre completo era Bárbara Lucrecia, tamaño corpachón parecía necesitar un nombre rimbombante. No temía, daba la cara. ¿Quién ha hecho hueco en el jardín? Se sentaba frente a mí, ojitos chinitos, orejitas para atrás: culpable. Estoy segura de que Babalú fue una presencia enviada por Dios. Poco después de su muerte soñé con ella: Babalú estaba en una playa linda, acompañada por un señor, cuando ella me vio vino corriendo y me apanó, como hacía cuando vivía en la tierra. Pude abrazarla con todo mi corazón. Después el señor se acercó y me dijo: ‘¿Usted es su mamá, no es cierto? Muchas gracias señora. Ella es un ángel y ahora me cuida a mí.’ Eso es exactamente lo que soñé, no lo estoy inventando.

Pimienta también nació de otro cuerpo, no del mío, ella no es humana, es una perrita. Nació el mismo día en que murió mi hermano. Llegó a mis manos del tamaño del control remoto de la tele. Me la regalaron, también la trajeron a mi casa, para que pusiera en ella el amor que me estaba sobrando por la ausencia física de mi hermano. Chiquitita, dos pasos, una pila, dos pasos, una pila. Pimienta es todo lo contrario a Babalú. Nació cobarde, supongo que se debe al hecho de que su salto desde el cielo fue muy apresurado y se traumó. Es tronada y le falta un tornillo. Tuvo la suerte inmensa de ser hermana menor de Babalú, si hubiera tenido otra hermana seguramente no hubiera llegado al año de edad, qué manera de fregar la paciencia. Mordía las orejas de Babalú, se colgaba de ellas. Cuando Babalú caminaba Pimienta le mordía el poto, tantas veces, que Babalú optó por caminar sentada, y la primera vez que lo hizo se sentó sobre su cabeza, santo remedio, la hizo puré. Pimienta tuvo una infancia muy distinta a la de Babalú, le tocó llegar a un hogar desintegrándose, una mamá a medio divorcio, con demasiados trabajos y muy poco tiempo. Desde que Babalú regresó al cielo, Pimienta viaja conmigo a donde voy. Ahora tiene once años y maduró un poquito. Sigue siendo loca pero ya no teme tanto, hasta me salvó la vida una vez. Asumo completa responsabilidad por su felicidad.

‘Hay muchas formas de ser madre, hijita linda y querida’.

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