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La fuerza masculina


Era una noche cualquiera, una pieza de teatro y la performance de una bailarina enmascarada. “Al principio creí que era un hombre” menciona alguien, “no solo por los músculos. Más que nada por la fuerza que desplegaba, una fuerza muy masculina”. Vaya.

Entre el variopinto de adjetivos calificativos podemos coronar dos medios: algo es femenino o algo es masculino. Se aplica a olores, sabores, colores. Andamos tan acostumbradxs a esto que el tímpano ya ni nos suena y nuestros ojos sufren de cierta miopía sexista ya qui ni lo leen. Asociamos cualidades a un género determinado de forma totalmente subjetiva : esto es masculino, esto es femenino. Lo femenino será suave, dulce, fácil, nada agresivo….por ende, la fuerza será masculina, pues. Auch.

La fuerza es la fuerza, no una fuerza masculina. Simplemente.

Saldrán los abanderados de una paz inerte, diciendo que se trata de simples códigos que a larga no hacen daño a nadie. Y cierto es, que no se acaba el mundo (¿o sí?) si agregan lo "masculino" a fuerza. O que siempre ofrezcan el polo rosa a mi hija cuando vamos a alguna tienda, siendo su color favorito es el amarillo. El principal problema es el uso normalizado del adjetivo “femenino” (o masculino) contribuye a difundir estereotipos de género, que son nocivos tanto para varones como para mujeres. Frente a una mujer a la que se presuponen “de forma orgánica, natural” una serie de cualidades como la discreción y la docilidad, está, por contraposición, la masculinidad heteronormativa: lo masculino será potente, seco, contundente, que potencian un tipo de masculinidad y que ocasionan que a corto plazo tanto los hombres como las mujeres se acaben comportando de una manera u otra porque es lo que el código de sociedad les enseña. Perjudicándonos y encasillándonos en roles que no nos corresponden por nuestras características individuales como personas.

El feminismo coincide en que esa igualdad de género, que aún nos queda lejos, pasa por “asexualizar el lenguaje“. Basta con preguntarnos qué hay detrás para ser catalogado como femenino o masculino, al final, son conceptos que refuerzan cuál debe ser el papel de la mujer en la sociedad y que contribuyen, como un goteo, en fijar nuestro actuar en ella: que te comportes en tu puesto de trabajo de forma discreta, que sientas la necesidad de vestir de una determinada manera y que, al fin, seas más sumisa, más dócil, y te pongas al servicio de los hombres.

La masculinidad aparece, sin embargo, en nuestro imaginario colectivo asociada a conceptos como la virilidad, la fortaleza, la fuerza, la sobreestimulación, cosa que se percibe desde un anuncio de champú para el pelo hasta en una receta de cocktail - tal cual es para mujer, ese es para varón -. Algo que, poco a poco, de forma probablemente imperceptible y por tanto desdeñable para algunos, va calando en la sociedad e influyendo en nuestro comportamiento, nuestra manera de enfrentarnos al mundo y en la idea que tenemos de nosotros mismos.

Seguramente muchos se preguntan a estas alturas del discurso si no se está dando una importancia exagerada desde el feminismo al uso del lenguaje, y si no se está sobredimensionando el poder de lo que al fin es únicamente una herramienta para comunicarnos. Se subestima la importancia del lenguaje, cuando es con lo que convivimos y contribuye a modelar el discurso de la sociedad. Obviamente, hay problemas más importantes relacionados con la lucha de género que conviene atajar, como el feminicidio o la brecha salarial, pero no podemos olvidar que en la base de esa pirámide sobre la que se va construyendo la desigualdad se encuentran los estereotipos y el lenguaje, nuestra manera de comunicarnos, es esencial.

¿Qué alternativas tenemos para dejar de usar el adjetivo “femenino” o “masculino”? La idea es usar adjetivos puramente descriptivos y olvidar en cualquier caso el binarismo de género. Que algo se adjetive como “femenino” o “masculino” es una convención cultural, nada más y lo que se aprende, se puede desaprender, aunque tome mucho tiempo.

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