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Consciencia feminista

Me declaro en contra de todo poder cimentado en prejuicios aunque sean antiguos.

-Mary Wollstonecraft-

Cuando estudiaba medicina (sí, algunxs de nosotrx tenemos pasados tormentosos) e hice prácticas en un hospital nacional de Guatemala, a mis compañeros varones lxs pacientes los llamaban «doctor». Sin importar si el susodicho ya estaba graduado o no, si tenía un estetoscopio en el cuello, era merecedor de ser llamado «doctor». Por el contrario, a nosotras, las mujeres, nos decían «seño», «señorita», «enfermera», «niña» y un sinfín de motes que ya ni recuerdo. Aún cuando, como la costumbre lo ameritaba, llevábamos el bendito estetoscopio al cuello, bata y zapatos blancos. Al parecer no era suficiente vestirnos como nuestros congéneres masculinos, haber asistido a las mismas aulas, tener los mismos horarios inhumanos y saber lo mismo (y en algunos casos hasta más) que ellos, éramos mujeres y nos encontrábamos fuera de los espacios que debíamos estar ocupando. Simple.

No recuerdo exactamente en qué momento de mi vida me di cuenta de que ser mujer en una sociedad tan mojigata, cuadrada y tradicional como la guatemalteca iba a ser muy complicado, pero estoy segura de que fue bastante temprano. También estoy segura que el hecho de ser hija única y vivir sola con mi madre tuvo mucho que ver con esa idea. La veía a ella, todos los días, enfrentarse a los prejuicios de ser una mujer estudiada, divorciada y con una hija a cuestas. En su trabajo tenía que lidiar con compañeros que la subestimaban, mientras que en lo social era la pobre amiga que se encontraba sola frente al mundo y tratando de criar a una criatura. No había tregua.

Pero también hubo en mi vida otras mujeres fuertes, ejemplares, que se enfrentaban a un mundo «de hombres y para hombres». Mi tía. Ella se hizo cargo del negocio familiar: una gasolinera. ¡Qué! ¿La canchita de ojos claros que ganó un concurso de belleza ahora despacha gasolina? ¡¿A qué extremos hemos llegado?! Mi abuela. Ella educó a generaciones completas dentro y fuera de la familia, enderezaba entuertos y maltrataba a moros y cristianos. Mi otra tía. ¿Casarse? Para qué, si eso solo significa perder libertades.

Todas ellas me enseñaron, con sus constantes luchas, sus aciertos y sus desaciertos, que todas tenemos derechos, que todas merecemos respeto, que todas podemos hacer aquello que nos hemos propuesto sin importar lo que la tradición nos dicte. Así, sin haberme presentado a las sufragistas, sin haberme hablado de Simone de Beauvoir o Mary Wollstonecraft, o haberme explicado sus ideas y teorías, las mujeres de mi vida me encendieron la conciencia feminista. Me dieron, desde lo más profundo de sus seres amorosos, la posibilidad de elegir, de ser quien yo quisiera ser. Nunca hubo peros, nunca hubo rosado impuesto (mis colores favoritos han sido siempre el azul y el morado –en cualquier tonalidad–), ni faldas, ni maquillaje, ni espacios o vocabularios predilectos para una «mujercita» como yo. No hubo límites, nunca los ha habido. Hubo libertad.

Así que se podrán imaginar del choque que significó dejar esa burbuja poblada de mujeres y darme de bruces con la prepotencia patriarcal. Desde mis compañeras de colegio que no entendían cómo era que mi mamá trabajaba y no «se encargaba de la casa todo el día» (¡y encima de todo no tienen sirvienta!), hasta el novio aquel que quería controlar el tipo de calzones que me ponía. Pero por más que me pude extraviar de las enseñanzas primarias, ese fuego que mis mujeres encendieron en mí desde mi infancia jamás ha dejado de arder.

Ese fuego que se rebela cada vez que un macho dice que «una mujer no puede escribir una novela» o que «una mujer es poesía» (porque obviamente no puede escribirla). Ese que estalla con cada mujer asesinada, violada o perseguida. Ese que se insubordina cuando alguien menosprecia la lucha que busca la igualdad de condiciones entre mujeres y hombres. Ese que se alimenta de la sororidad de mis compañeras y compañeros aliados. Ese fuego siempre me va a acompañar.

Y lo único que anhelo es poder compartir ese fuego con ustedes.

Imagen de Ayla Bouvette, artista métis

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