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Las luchadoras somos sobrevivientes


Crecí en una provincia norteña donde la calor en verano alcanza una temperatura de casi 40° centígrados, la ropa entonces tenía que ser ligera y fresca, para jugar y no morir sofocadas, para soportar el día a día. Tenía 11 años más o menos cuando me regalaron unos shorts blancos en algodón a media pierna, con bolsillos y una flexibilidad propicia para los juegos que mis amigas del barrio y yo nos inventábamos cada día. Lamentablemente tenía una relación de odio y amor con esas prendas, porque cuando salía con ellas los hombres me miraban, se acercaban demasiado o decían cosas; pero eran cómodos y frescos y me servían mucho.

Pensé que una niña que está creciendo y desarrollando ciertas formas en su cuerpo no debería usar esa ropa, así que las refundí en el armario, y luego de tomar conciencia de forma abrupta de los cambios en mi cuerpo me volví insegura, sufría en silencio de ansiedad y pánico al salir a la calle. Cruzaba a la otra vereda si un hombre venía en mi dirección, cada uno de ellos sabía que era una niña y elegía invadir mi espacio personal, no pude enfrentar esa realidad más que con la introversión, y una pequeña lesión que me provocaba a mí misma hundiendo la uña de mi dedo índice en mi pulgar; porque pensaba que no podía hacer nada más y que nacer mujer significaba estar expuesta a eso y mucho más; la culpa era un sentimiento incongruente así que me generaba toxicidad; estoy segura que todas hemos experimentado sensaciones así desde nuestra niñez, contradicciones que el oscurantismo y la opresión instalan en nuestras mentes a través de la socialización.

Más adelante entendí que aunque vistiera un pantalón, zapatillas y una chompa larga habría alguno(s) capaz de recurrir a la violencia para usarme, no fue mi falda ni la hora un par de años después, fueron los 2 hombres que decidieron golpearme e intentar secuestrarme, y me salvé yo, pero pudo ser cualquier otra, porque somos intercambiables, objetos, ciudadanas de segunda categoría. Le he seguido el juego al status quo, para eso tuve que estar alerta todo el tiempo, y manejar ciertas certezas como que "Absolutamente todos los hombres pueden ser victimarios", "todas las mujeres tenemos las de perder", "una mujer alcoholizada está en mayor desventaja", "todos los hombres te harán proposiciones en algún momento". Claro que esos son eufemismos para los verdaderos refranes y dichos del saber popular que reflejan muy bien la vulnerabilidad en la que se encuentra la mitad de la población mundial, pero hacerle el juego era alienación; el conflicto seguía existiendo. 'He sido' una mujer machista, intentando conformarme con el sistema y en competencia con otras mujeres, inconciente de otras formas de violencia como el racismo y clasismo; hasta que no se pudo más y todo desencadenó en El Feminismo.

Ha sido más duro aún vivir en este camino, ser feminista no implica "hacer lo que se quiere" sino sostener en tus manos una verdad maravillosa y trágica, como un diamante cuyas miles de aristas te lastiman las manos, pero que no puedes soltar. El estatus quo se mantiene, pero ahora estoy armada; tengo información, tengo hermanas, tengo fuerza y amor. La lucha es una forma de vida que si bien no garantiza ganar te resuelve el conflicto, porque entiendes al fin que si has sido abusada o sufres el riesgo a diario de serlo no es normal, no es lo que nos merecemos y absolutamente no es lo justo.

Me siento hermanada en el dolor, en la vulnerabilidad y en ese sufrimiento pasivo que queda después de ser víctima de violencia machista y que tiene el potencial de envenenarte; pero sobre todo me siento contenida y abrazada. Las hebras de mi alma se han reconfortado en los brazos y palabras de mis compañeras y sus bocas han gritado con la voz de la niña enmudecida y aterrada que solía ser. Pero sobre todo me siento fortalecida, de pie, y parte de una ola maravillosa que está dispuesta a barrer con toda la basura que nos contaminó las vidas, para que ninguna niña y ninguna mujer vuelva a repetir nuestras historias.

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