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Memoria histórica contra la violencia de Estado


En una cultura de la dominación,

todas las personas son socializadas para ver la violencia

como un modo aceptable de control social.

bell hooks

En Guatemala, por 36 años vivimos un conflicto armado interno, una guerra civil que nos desangró y marcó a generaciones completas. Durante esa época, el Estado, por medio del Ejército Nacional, hizo uso de toda la violencia de la que era capaz para someter a la población. Lo que las fuerzas armadas buscaban era «quitarle el agua al pez», en esa metáfora, el pez era la guerrilla y el agua, la población civil. Así, el Ejército arrasó con poblaciones completas; secuestró, asesinó y desapareció a dirigentes políticos y estudiantiles. El resultado: 45 000 personas desaparecidas, 200 000 muertas y un millón (o más) de personas desplazadas.

Luego de la firma de la paz, en 1996, muchas instituciones encargadas de defender los derechos humanos elaboraron informes, en los cuales recopilaron los testimonios de quienes sobrevivieron las incursiones del Ejército o de los familiares de aquellxs que fueron desaparecidxs. Gracias a esos testimonios pudimos conocer el alcance del horror. Gracias a la valentía de todas esas personas que decidieron hablar, han sido localizadas fosas comunes en las que se han encontrado las osamentas de comunidades completas (hombres, mujeres y niñxs). Con la información recopilada se logró estimar que, durante el conflicto armado interno, las fuerzas armadas del Estado cometieron 626 masacres.

Una constante durante esa época fue la violencia sexual contra mujeres, la cual era utilizada como una forma de tortura. Un caso que ejemplifica claramente la violencia a la cual el Estado sometió a poblaciones completas, y específicamente a mujeres, es el caso Sepur Zarco. Sepur Zarco es una aldea que se encuentra entre los departamentos de Alta Verapaz e Izabal (región nororiente del país). En la década de los 80, los campesinos se organizaron para legalizar sus tierras, organización que no fue del agrado de los terratenientes. Para 1982 se instaló en la región un destacamento militar, a partir de ese momento, el Ejército se encargó de capturar a aquellos que querían legalizar sus tierras. Se les acusó de pertenecer a organizaciones revolucionarias, y fueron conducidos al destacamento donde fueron ejecutados extrajudicialmente.

Y ese solo fue el inicio. Las mujeres que quedaron solas fueron violadas sistemáticamente. Se les obligó a hacer turnos cada tres días para ir al destacamento, donde cocinaban, lavaban ropa y eran violadas por los soldados. Durante seis años, las mujeres de Sepur Zarco fueron sometidas a tales vejámenes. En 1988 el destacamento fue desmantelado. No fue sino hasta el 2011 que 15 mujeres de la comunidad presentaron una denuncia por violaciones sexuales. En 2016 se dictó sentencia, un comisionado militar fue condenado a 240 años de cárcel y un coronel retirado a 120 años. ¿Y los soldados?

Ahora bien. Pareciera que esta es una historia lejana, que ya ha pasado suficiente agua debajo del puente y que hemos aprendido que la violencia no nos lleva a ninguna parte, que solo deja dolor, familias y comunidades rotas, niñxs huérfanxs. Todo lo contrario. La sociedad guatemalteca es una sociedad violenta. Solo necesitamos caminar un poco por la ciudad para darnos cuenta de ello. Las desigualdades económicas, culturales y sociales –esas que estuvieron a la base del alzamiento en armas de las facciones guerrilleras– siguen siendo las que rigen nuestro país. Más de la mitad de la población vive en condiciones de pobreza y pobreza extrema, no hay acceso a la educación ni a la salud, la infraestructura del país es casi inexistente y cuatro de cada diez niñxs padecen de desnutrición crónica. Vivimos en un país roto.

Un país en el que, durante el 2018, murieron violentamente dos mujeres al día, según el informe anual de la oficina del Procurador de los Derechos Humanos. Un país que prefiere quemar a las niñas, en lugar de brindarles condiciones dignas donde vivir y recuperarse de la violencia a la que se enfrentan en sus hogares. Y esto último no es un eufemismo.

El 8 de marzo de 2017, en el Hogar Seguro Nuestra Señora de la Asunción, 41 niñas murieron a causa de un incendio que se produjo en las instalaciones. Sí, 41 niñas que estaban a cargo del Estado murieron bajo la mirada atenta de elementos de la Policía Nacional Civil y las autoridades del Hogar Seguro. Los hechos se desarrollaron así. El día anterior, 7 de marzo, lxs jóvenes que se encontraban en el Hogar se rebelaron ante las condiciones en las que vivían –por mucho tiempo habían denunciado malos tratos, mala alimentación e incluso casos de violencia sexual–. Después de haberse escapado y haber sido «recuperadxs», 56 niñas fueron encerradas bajo llave en un salón de 27.2 metros cuadrados sin sanitario. Ante la desesperación de estar hacinadas, el 8 de marzo por la mañana, las jovencitas le prendieron fuego a unas colchonetas, buscando llamar la atención de sus captores y ser liberadas. Sin embargo, a pesar de tener la llave en su poder, de ver el humo que salía por debajo de la puerta y de escuchar los gritos de las niñas, lxs agentes de la Policía y las autoridades no abrieron la puerta hasta 25 minutos después. El saldo ya lo conocemos.

¿Cómo es posible que podamos soportar tanto horror? ¿Cómo es posible que normalicemos la violencia, al grado de culpar a la víctima y no al victimario? ¿Cómo es posible que el Estado, quien según la Constitución Política debe garantizar «la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona», sea el culpable –en dos momentos históricos diferentes– de violaciones a los derechos de las mujeres?

A veces creo que tenemos una memoria muy corta. O tal vez preferimos olvidar los eventos porque nos parecen demasiado grotescos y dolorosos. Pero si no recordamos, estamos condenadxs a repetir las historias, y si no nombramos, dejamos de existir.

Entonces, vaya este texto en honor a la valentía de las abuelas de Sepur Zarco y en memoria de las 41 niñas asesinadas por el Estado de Guatemala hace dos años. La memoria histórica debe ser vista como un instrumento en contra de la violencia, sobre todo de la que es ejercida desde el Estado.

(*) Imagen: Oleo de Tela por Elvira Méndez

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